AHORA TE COMPRENDO MAMÁ
Un día una mujer supo que iba a tener un bebé. Su corazón
latió más fuerte, se sintió envuelta en un gozo como nunca antes lo había
sentido. Salió de la consulta del ginecólogo como en las nubes, sus pies
parecían no pisar el suelo. Miró a su alrededor y todo le pareció hermoso,
sintió el aire más puro, vio los árboles más frondosos, el cielo más azul… La
alegría de su corazón era tan grande, que no podía evitar caminar con una
sonrisa en los labios. Era el día más feliz de su vida, el día en que había
sabido que iba a ser mamá por primera.
Llegó a su casa y preparó una cena especial para su
esposo, quería adecuar el ambiente para darle la noticia. Llegó el esposo y
ella esperó a que cenara, entonces le dio la gran noticia. Los minutos que
siguieron fueron de inmensa alegría. Lágrimas de felicidad asomaron a los ojos
de ambos y se unieron en un amoroso y estrecho abrazo.
Comenzaron los preparativos para recibir a ese bebé tan
ansiado. Adquirieron todo lo necesario a través de esos meses de espera. Sufrió
todas las incomodidades de los primeros tres meses, los mareos, las náuseas,
pero todos esos malestares no tenían la menor importancia para ella, mayor era
su dicha que cualquier molestia física. El cuerpo de la mujer fue cambiando,
ella sentía los movimientos de ese nuevo ser y se sentía rebosante de amor y
felicidad. Llevaba un tesoro dentro de sí, su tesoro más preciado. A medida de
que pasaba el tiempo, se le hacía más pesado el andar, su vientre se ponía
enorme, pero eso tampoco le importaba. Otras mujeres le habían dicho muchas
tonterías respecto a lo que iba a sufrir su cuerpo, que quedaría gorda, que no
volvería a tener cintura, que se le iba a caer esto y aquello, pero ella no
dejaba que esos malintencionados avisos influyeran en su vida y mucho menos le
quitaran esa ilusión tan grande de ser mamá.
Y llegó el día en que su ansiado hijo quiso salir de su
tibio refugio materno. Fue como a las dos de la mañana cuando empezó a sentir
que su cuerpo se preparaba para el gran acontecimiento. Recordó la cita bíblica
donde dice: “Multiplicaré tus
dolores en el parto, y darás a
luz a tus hijos con dolor…”, pero no le temía al dolor, estaba
dispuesta a padecer todo lo necesario para que su hijo naciera. Al paso de las
horas, los dolores se hacían más intensos. Acostada en su habitación de la
clínica, esperaba paciente, encogiéndose en cada contracción, pero sin queja
alguna. Su amado esposo, a su lado, tomando su mano, le daba ánimos y le decía
palabras de amor. Llegó el momento en que sintió que ya no podía aguantar más,
sentía la necesidad de gritar, se retorcía de dolor. Nunca se imaginó qué clase
de dolor sería ese. Las palabras cariñosas de su esposo no tenían ningún efecto
en ella, todo su ser se centraba en ese dolor insoportable.
Trató de no pensar en el dolor y vino a su mente su madre, cómo debió haber sufrido al momento de tenerla, antes, ese le parecía un tema intrascendente. Ahora reflexionaba, consideraba a su madre y la admiraba por su valentía al haber tenido cinco hijos. Ahora no pensaba en su dolor, sino en el de su madre. Se avergonzaba de las veces que le había faltado el respeto, en las veces que al verla cansada, limpiando la casa, no le había ofrecido su ayuda. Recordó también las veces que su madre le pidió que la ayudara en algún quehacer y ella se negó diciendo que tenía mucho que estudiar, pero se iba a su cuarto a escuchar música. En un par de segundos, como una ráfaga, vinieron a su mente algunos eventos que ahora le causaban tristeza y vergüenza respecto a su madre. Ahora comprendía todo lo que sufren las madres para dar la vida a un hijo, y luego cuántos sacrificios hace por él, sin pedir nada a cambio, sin embargo ese hijo ¿cómo le paga después? En medio de su dolor, pidió perdón a Dios por no haber sido una buena hija y prometió pedirle perdón a su madre y tratar de recompensarla como ella se lo merecía, dándole todo el amor y las atenciones que por estar ocupada en sí misma no le había dado.
El médico se acercó a la cama, la examinó y le dijo que
ya estaba lista para dar a luz. La llevaron a la sala de partos y unos minutos
después tenía a su hijo en brazos. El dolor se había esfumado, solo sentía una
felicidad indescriptible por ese lindo bebé que Dios le había dado y porque
sentía tranquila su conciencia después de esa confesión y su buen propósito,
que por supuesto estaba decidida a cumplir.
La llevaron a su habitación. Allí la esperaban su esposo,
su madre y sus hermanos, además de sus suegros. Después de las felicitaciones y
muestras de cariño de todos los presentes, una enfermera les pidió que salieran
para que ella descansara, pero ella solicitó la presencia de su madre. Todos se
quedaron sorprendidos, pero fueron saliendo de la habitación. También le pidió
a la enfermera que saliera por unos momentos. Cuando quedaron solas ella y su
madre en la habitación, no pudo evitar que salieran gruesas lágrimas de
arrepentimiento de sus ojos. Su madre no comprendía la causa de esas lágrimas,
entonces su hija le dijo:
- "Mamá, yo quiero pedirte perdón
porque no he sido un (a) buen (a) hijo (a), porque no te he valorado ni te he
respondido como tú te lo mereces. Ahora sé cuánto cuesta tener un hijo, ahora
sé todo lo que tú sufriste para darme la vida, pero no solo hablo del dolor
físico mamá, tú has sufrido por mí también esa otra clase de dolor, que es peor
que los dolores de parto, el dolor de la indiferencia de una hija por la cual lo
diste todo. Me diste tu cuerpo para que me sirviera de refugio mientras me
estaba formando, luego ese mismo cuerpo tuyo me alimentó para que permaneciera
viva, después me diste tus horas de descanso cuando yo lloraba, ¡cuántas noches
pasaste en vela para cuidarme mamá cuando yo enfermaba y nunca escuché que te
quejaras!, ¡cuántos días y noches dedicados a mí y a mis hermanos y nunca lo
aprecié! …Pensaba que era tu obligación, pero ahora sé que no lo hacías por
obligación, sino por amor, ese amor tan grande e incondicional que siente una
madre por sus hijos desde antes de darlos a luz”- Ambas se abrazaron como desde
hacía tiempo no lo hacían y luego miraron hacia la cuna, ¡realmente ese bebé
había traído grandes bendiciones a sus vidas!"
"Los hijos
son una herencia del Señor, los frutos del vientre son una
recompensa".
Salmos 127:3 NVI
Escrito por: Angélica García Sch.
Para: www.mujerescristianas.org
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